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jueves, 28 de octubre de 2010

Otoño


En mis primeros años de trabajo en el instituto, solía comenzar el curso poniendo un documental a los que pretendían aprender “computación” que, entre otras muchas cosas, decía algo parecido a esto: Un ordenador puede decirnos, después de realizar miles de cálculos, cuál es la ruta más corta entre dos puntos. Lo que no sabrá decirnos nunca una máquina es que, a veces, muchas veces, merece la pena caminar por la ruta más larga porque pasa por la senda del río, entre los árboles. Es mucho más bonita y agradable.
Yo he tomado hoy una senda un poco más larga. Y con tranquilidad. El otoño en Madrid lo merece, y el paseo al lado de su Jardín Botánico, con esos tonos mezcla de verdes, ocres amarillentos, sienas tostados y rojizos; es especial. El olor a ceniza tibia y antigua. El sabor a enigma del tiempo. Reclamo y plenitud de los sentidos. Y preguntas y cosas por descubrir.
Con todo esto, no sé entender por qué los sentimientos naciendo (según la ciencia médica) del mismo sitio y del mismo modo que la razón, llegan a conclusiones tan distintas. Es inexplicable.
¿Cómo explicar que la ruta más larga merece la pena? ¿Que no es sólo cuestión de tiempo?

De tiempo, de tiempos, me ha hablado Juan Gelman esta mañana, mientras el desayuno.


TIEMPO

En un reloj de 120 pesos
el tiempo pasa igual que
en un reloj de rico. ¿Y de ahí?
Señor Tiempo, ¿la boca dice todo
lo que decir debiera?
Sin sueño ni
puntos del ancho deseo,
la noche se bloquea
en lo que no viajamos. ¿Por
qué le hacemos daño así? La hora
que arrastra vidas miserables
al olvido es
el desastre de la hora presente,
la lejanía de astros que
no tocan los mares de usted. El
pasado se calla cuando
el camino es o sería
fruta del corazón.

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