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miércoles, 23 de febrero de 2011

Afortunada




Tu t’en venais, rire des eaux, jusque’à ces aîtres du tercien.
                                                              Saint-Jhon Perse

Tú llegabas, risa de las aguas, hasta los atrios del hombre de tierra.


La vida demuestra que la experiencia personal es intransmisible. La experiencia colectiva, en cambio, no tiene por qué serlo, pues así como el humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, la Historia tropieza siempre en piedras distintas aunque se hallen en el mismo camino. La experiencia personal es singular y representa al Destino.
Un hombre pasea inquieto alrededor de su experiencia y medita. Ese hombre inquieto, tras un titubeo estratégico, apaga su pensamiento durante un momento y activa su mirada. Dos aves cruzan el horizonte. Admira su vuelo pausado y decidido. Todos los años pasan rumbo a un destino preciso, un viejo nido que renuevan cada vez. La experiencia, para ellas, es un camino recto. Todo cambio procede del exterior, de fuera de sí mismas; un viento contrario o favorable, una temperatura distinta, un bosque quemado que el año anterior verdecía, un hilo de agua nuevo o un cauce agotado… Ellas repiten sin desmayo el viaje y transmiten su experiencia natural a sus pollos, ya genéticamente, ya por aprendizaje. El ser humano carece de esa capacidad de recibir por transmisión su experiencia vital compleja, un conocimiento que ha de ser sustancial en su vida. Tan solo en el ocaso es posible que la inteligencia se aventure a reflexionar sobre la experiencia; pero la experiencia, entre los humanos, es personal, por eso es intransmisible. ¡Qué situación aciaga!: El rey de la creación incapacitado para asumir algo que a los animales les es natural; la experiencia de las cigüeñas, o la de los leopardos, no es personal sino colectiva, propia de la especie. Característico del ser humano es volver la mirada en el último tramo del camino: ahí queda la línea de su vida al descubierto. Entonces es siempre tarde, siempre se dice: si yo hubiera sabido… O: si yo tuviera ahora treinta años… Dinero, gloria, poder, sexo… ¿Por qué no acaban de ser una compensación ante la dolorosa contemplación de la luz en la decadencia? Pero queda lo que en verdad acompaña a los más afortunados, a aquellos que han conocido, por sentimiento, inteligencia, y esfuerzo, el amor verdadero.

José María Guelbenzu, prólogo de "El amor verdadero"

1 comentario:

  1. Los seres humanos tenemos que experimentar por nosotros mismo, aunque nos digan que no, que por ahí no, tú no lo crees y vas y te estrellas. Lo peor de todo es que mucha gente se pasa toda la vida tropezándose con las mismas cosas. Somos ilógicos. Besos

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