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lunes, 17 de marzo de 2014

Rubáiyátas (II)






Martín, ingenuamente, suele lamentarse de no haber podido estudiar en la Universidad. A cambio, leyó con voracidad y hasta quizá con odio. La fortuna o su propio pasado le orientaron hacia los escritores más desobedientes de la Tierra. En ellos aprendió marginación y rebeldía, solitaria impaciencia y colérica compasión. El resto, casi todo, lo aprendió en las mujeres. En sus cuerpos fue descifrando la cara imposible del mundo y las señales de su propio rostro. En los cuerpos de las mujeres vio los mares y vio los siglos, la vegetación y las bestias, los astros y la fruta y la música. Sus rubáiyátas no son más que ademanes de un loco y minucioso impulso de agradecimiento solar y de incertidumbre que está pidiendo tregua: a la mujer, al cuerpo. Martín le puso nombre a la carne de hembra. Ese nombre fue patria. Su otra pasión es la grandeza enigmática de los fonemas, su indecible seña , su cósmica piedad, su jadeo. La mujer, el lenguaje: para Martín ahí está el universo. Ante una de las mujeres en que aprendió a perderse y a encontrarse con idéntica decisión debió de sentir más sorpresa y más admiración y más alivio aún que ante las otras , y acometió con ella una empresa en la que jamás había creído ni llegaría a creer: el matrimonio. A esa mujer, en los primeros tiempos la llamaba “mi doina”. Años después , es sus Apuntes la llamaba con un nombre más vasto: “mi Doina, mi mujer, mi esposa, mi compañera, mi cómplice, mi amante, mi espía, mi amiga, mi enfermera, mi verdugo, mi hermana, mi víctima, mi fortuna, mi castigo, mi prima, mi recuerdo, mi querida, mi poder, mi porvenir, mi confusión, mi confesor, mi esclava, mi libertad, mi poder, mi soberbia, mi humillación, mi orgullo, mi presunción, mi remordimiento, mi placer, mi angustia, mi acerico, mi ceiba, mi hamaca, mi cruz, mi perra, mi cárcel, mi aldaba…”. Entre esos dos bautismos, Doina y Martín fueron felices sin moderación y desdichados sin hipocresía. Martín nunca fue fiel a su mujer, si por fidelidad nos obstinamos en aludir, con mal nombre, a una fiebre de miedo y busca, a un hambre de saber y de olvido, que va borrando a las sillas de la vida, al sosiego, las puertas, las paredes, y que va escuchando sonidos y silencios del ser, de ese modo inexorable real que llamamos alucinado. Si estas palabras forman la caricia de una disculpa, tal vez sean parte de una deuda que la comprensión tiene contraída con Horacio Martín. Una comprensión de la que él mismo no logra ser muy ávido: en contra de sus propias palabras (suele decir muy a menudo que jamás se siente culpable de la errante sed de su cuerpo), lo cierto es que Martín no puede resistir el sufrimiento de los que ama: el desamor lo paraliza y lo confunde, pero el asombroso espectáculo del dolor de los otros lo asfixia y lo aterra. Creo que es esta la causa (uno de sus episodios extraconyugales se convirtió para todos los protagonistas en un tremendo megaterio de sufrimiento) por la que una mañana, cuando Doina se despertó, no lo encontró en la casa. Ni en la ciudad. Ni en el país. Era la cobardía de no poder con el dolor de Doina y el pudor de no querer mostrarle el suyo. Dos sufrimientos juntos pueden ser enriquecedores si son paralelos. Martín temió que al ser heterogéneos fueran sencillamente criminales. Arrastrando a su vida o arrastrado por ella, desapareció. Como Sartre ha escrito a propósito de Nizan: “…separado de todos y diciendo no”.


Felix Grande, en la Nota preliminar al libro de poemas “Las Rubáiyátas de Horacio Martín”

Madrid, enero 1974




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